Lo que el ridículo nos da y nos quita

La revista de divulgación científica Child Development lo expuso en 2015, desarrollamos el sentido del ridículo cuando somos conscientes de que los demás pueden pensar diferente a nosotros.

El trabajo que llevó a esta conclusión fue muy sencillo: 159 chicos de entre 3 y 12 años. Cuatro tareas para elegir: 1. Cantar ante todos; 2. Bailar también en público; 3. Pintar en un papel; 4. Colorear dibujos.

El resultado fue apabullante: solo el 6% de los más pequeños evitaron cantar o bailar, mientras el 75% de los mayores adoptaba esa misma actitud.

¿Por qué somos tan sensibles al ridículo? Porque nos preocupa sobremanera lo que los demás opinen de nosotros. Existe un temor connatural al individuo social a ser rechazado o excluido por el grupo. Cuando somos objeto de mofa somos cuestionados por los otros y en última instancia sancionados.

Consideramos al observador de nuestra conducta un juez plenipotenciario que puede sentenciarnos con el aislamiento por extravagantes, por diferentes.

Pero no es solo el observador quien nos puede penalizar por ridículos, también lo hacemos con nosotros mismos en forma de vergüenza, y así decidimos flagelar nuestra autoestima como penitencia por haber quebrantado el orden estético establecido.

La vergüenza tiene tal impacto en quien la sufre que se escapa del pensamiento privado interior y se manifiesta externamente en forma de sonrojo (eritrosis) para mayor escarnio. Nadie está libre del ridículo. Napoleón decía que de lo sublime al ridículo hay un solo paso, y cualquiera puede dar ese traspiés fatal.

Pero no todo es negativo, sentir vergüenza tiene una derivada instructiva, sobre todo a edades tempranas, pues permite al sujeto descubrir conductas inadecuadas y, a la vez, le anima a corregirlas para que no ocurran más.

El riesgo llega cuando ese temor al ridículo inunda cualquier proyección de la persona y al final opta por la inacción y la pasividad ante el temor a meter la pata. ¿Cuántas veces le hubiera gustado preguntar algo en un acto público y no se atrevió? ¿Cómo se sintió después? Ese es el lado perverso del miedo al ridículo, la represión ejercida sobre uno mismo y el lamento posterior.

¿Cómo superar un miedo al ridículo excesivo?: Vivir sin verse, sin escrutarse, sin juzgarse. Menos continente y más contenido.

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