Primer premio concurso de relatos 2021 del Colegio de Psicólogos: «Un breve encuentro»

 

 

Las ferreterías son libros en un idioma que no conoces. Son un conglomerado de cachivaches anónimos y con una utilidad por descubrir que se apilan en un orden al alcance de pocos.

En octavo de EGB mis padres me permitieron ir al colegio solo. Fue uno de los momentos más importantes de mi vida. Me había ganado su confianza, y eso me dignificaba como hijo. Mi madre me despedía con un beso en la mejilla y me decía: “Y ahora directo al cole. No te pares en ningún sitio que llegarás tarde”.

En mis primeros días de independencia caminaba rápido y decidido, henchido de orgullo por ser ya mayor y con el foco puesto en llegar pronto al colegio, sin ningún contratiempo. Yo estaba convencido de que mis padres me seguían a distancia, escondiéndose para que no les viera, y comprobando si era merecedor de tamaña confianza. Por mi parte, les correspondía con enorme complicidad y evitaba mirar hacia atrás para no ser descubiertos. Me los imaginaba agazapados detrás de un coche mientras ambos asentían con connivencia por su acertada decisión.

 


Otra de las disposiciones de mis padres fue ir siempre por la acera de la derecha, de esta forma evitaba cruzar por el paso de peatones donde atropellaron a Clarita, la hija de los dueños de Marypaz, la zapatería del barrio.


A medida que las semanas fueron pasando fui ganando confianza en mí mismo y eso me permitió disfrutar más del trayecto. Contaba los segundos que tardaba en cambiar el semáforo, reconocía a todos los perros que eran paseados a esas horas, y, sobre todo, me conocía los escaparates de todas las tiendas por las que pasaba. La tahona del barrio era parada obligada en mi camino al colegio. El olor de la masa horneada del pan se fundía en el ambiente con la mermelada de los cruasanes o la vainilla de los pasteles. Todavía hoy tengo mi olfato cautivo de aquella revolución de aromas.

Otra de las disposiciones de mis padres fue ir siempre por la acera de la derecha, de esta forma evitaba cruzar por el paso de peatones donde atropellaron a Clarita, la hija de los dueños de Marypaz, la zapatería del barrio.

 


Descubrí una mitad del mundo hasta entonces oculta: nuevos viandantes con sus propias rutinas, la parada del 32, y tiendas, más tiendas.


Debió de ser un lunes cuando conocí a aquel niño que tanto me ha marcado. Me recuerdo con pocas ganas de ir al cole, somnoliento, con paso arrastrado. Cuando llegué a la calle del Almirante Cossinni un andamio me cerraba el paso. Estaban realizando tareas de mantenimiento en el edificio y eso me obligaba a cruzar a la acera de enfrente. De primeras dudé, mis padres me lo habían prohibido, “Acuérdate de lo de Clarita”, me decían, pero mi arrojo se impuso y cambié de acera.

Descubrí una mitad del mundo hasta entonces oculta: nuevos viandantes con sus propias rutinas, la parada del 32, y tiendas, más tiendas. De entre todas ellas hubo una que me llamó la atención, la ferretería Hermanos Ruiz. Su exterior era antiguo, casi medieval, jalonado por un escaparate descuidado y un cartel ya amarillento con la esquina superior derecha despegada anunciando que se copiaban llaves. La puerta era también diferente, de madera, lo que contrastaba con el estilo alumínico de la zona.

Un tintineo inesperado me sacó de mi ensimismamiento. Una mujer mayor empujaba la puerta mientras hacía tañer una campanilla que colgaba del techo. Ese museo recién descubierto cobraba vida. Lancé mi mirada indagadora por el quicio que aquella mujer creaba a su paso, así pude ver el interior de la ferretería. Fueron escasos segundos pero suficientes para adivinar un suelo de baldosa gris pisado hasta la extenuación, baldas metálicas cargadas de objetos, y un mostrador de madera de nogal cuarteado en sus extremos.

Estaba absorto. ¿A quién le importaba el colegio ante la maravilla que acababa de descubrir?
Me desplacé a la derecha a mirar a través del escaparate. Las rendijas de unos expositores mal calzados dejaban entrever el interior a duras penas. Fue entonces cuando lo vi. ¡Había un niño dentro!

Aquel mocoso no tendría más de cinco años. Pelo lacio con tonos vivos, de ese que más que peinado parece esculpido, cortado con precisión milimétrica sobre las cejas. Ojos grandes, oscuros y bien abiertos para registrarlo todo. La nariz, por el contrario, era casi inapreciable, una anécdota en esa cara tan expresiva. Debajo, cerrándolo todo, una boca diferente, pequeña en extensión pero con labios tan gruesos que ni siquiera con la sonrisa que me dedicó pudo mostrar los dientes que albergaba. Vestía una camisa de cuadros y un pantalón gris algo corto y con el cinturón mal encastrado. Sus calcetines azules y un par de mocasines en fase terminal quedaban a la vista.

A diferencia de mí, no parecía mostrar interés por lo que ocurría allí dentro. Se le notaba familiarizado con todo lo que le rodeaba. Era yo lo único que despertaba su interés. A medida que nos mirábamos se movía intencionadamente por la tienda, lo que me obligaba a cambiar la perspectiva en busca de una nueva rendija. Para él era un juego: se movía a un lado y a otro esperando que yo lo buscara a través de cualquier resquicio en el escaparate que nos separaba. Cuando se sentía descubierto volvíamos a empezar; él dentro, yo fuera; él ratón, yo gato, .

Después de ser descubierto tres o cuatro veces comenzamos a reírnos. Yo le ofrecí una sonrisa amplia, él me agasajó con una gran carcajada. Ahí contemplé sus dientes, antes esquivos, los que tenía, porque dejaba al descubierto una encía desnuda con algunas piezas perdidas.

Cuando aún nos encontrábamos inmiscuidos en nuestro juego improvisado, la campanilla tañó. La mujer salía de la ferretería guardando algo en su bolso. Rápidamente, ambos corrimos a la puerta a vernos sin la barrera del cristal. Nos quedamos mirando a los ojos, ahora muy serios los dos. La puerta, que había llegado a su máximo punto de apertura, comenzaba a cerrarse con lentitud y nos reubicaba a cada uno en la casilla de salida.

A punto de cerrarse definitivamente, tintineó por última vez. Ese fue el comienzo del momento más mágico. Ambos a la vez, levantamos la mano y nos dedicamos un saludo sincero, inocente, noble.

Corrí al colegio. No debía llegar tarde.

 

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